«Cuando viajo sé muy bien de lo que huyo, pero ignoro lo que busco» — Michel de Montaigne
Son diversas las maneras de viajar para llegar a Montaigne. Michel Eyquem de Montaigne de quien aprendí de su existencia gracias a aquellos programas radiales llamados Radio RedOnda, en donde el siempre bien recordado Germán Dehesa lo citaba con frecuencia recitando de memoria pasajes de su extensa obra incitando a la imaginación que conduce al escucha de la radio a viajar por las letras y conocer más de su obra.
Montaigne creador del ensayo como género literario, o al menos su padrino de bautizo, tiene en sus “Ensayos” una obra de lucidez filosófica, de frescura a pesar de la distancia con el siglo XV, en que se escribió, de una claridad que trasciende al tiempo, una obra que no se deja engañar por dogmas, que se resiste a inclinarse a un bando o a otro, que viaja por su mundo interior y todo lo cuestiona.
El filósofo que no pretendió serlo, que “escribió para educarse para la vida”, decidió adelantarse a la época de lo que se convertiría un par de siglos después en el obligado viaje denominado Grand Tour, y emprendió el viaje a Italia con el objeto de recibir en Roma el dictámen de la lectura de sus “Ensayos”. Salió de su Torre en Montaigne, cargó con los libros que consideró de buena compañía, y subió al primer corcel para emprender un viaje que pasando por Alemania y Suiza tendría su fin en un recorrido por gran parte de Itali durante diecisiete meses, según lo documenta en una selecta y bien cuidada edición la joven editorial Minerva en su “Diario de viaje a Italia por Suiza y por Alemania (1580-1581)”, obra que consta de una selección de las memorias de Montaigne, traducida y curada por Camilo Rodríguez.
Montaigne abandona la comodidad de su castillo, sale del confort de su biblioteca, cuna de sus viajes, y emprende el largo viaje con la curiosidad científica de un detective que indaga en la profundidad de lo humano. Nada más alejado en su viaje al de posar para la selfie, publicándola en espera del halago y los “likes” que son el alimento del ego y el verdadero disfrute del viaje actual, o solo parar en los sitios de postal. El suyo fue un viaje al fondo de la cultura, de las incomodidades, de los usos y costumbres y sobretodo de las personas
Mientras se encuentra en Italia tiene la elegancia y el rigor de escribir su diario en la lengua del país, visita a impresores (en ese entonces no había librerías) compra libros, lee a Bocaccio, convive con Papas, Cardenales como Farnese, de quién fue huésped en su bellísimo palacio en Caprarola (no confundir con Palacio Farnese ubicado en Roma). Aprecia la arquitectura de los lugares y compara, tiene el ojo del conocedor incluso de lugares que nunca ha visitado mas que por medio de los libros. Admira las manifestaciones en las plazas, disfruta de los juegos de los pueblos, descubre incluso para el viajero moderno secretos bien guardados y que por fortuna parecen no haber aún trascendido al turismo de masas.
Siendo sus males renales parte del motivo de su viaje, visitó médicos y apreciaba la calidad del agua en cada poblado, identificando su dureza o suavidad, como cuando describe el agua sulfurosa en Tívoli o las dulces y abundantes de Fano, siempre atento a la abundancia o escasez según el caso, en una época donde el contar con agua nada más abrir el grifo no existía, había que currar para obtenerla.
En su andar describe poblados, su arquitectura, su vocación: artesanal en Lucca en donde tratan la seda, o comercial en Ancona, de donde menciona los excelentes perros que se muestran acostados sobre la vereda y están a la venta, o Loreto en donde viven fundamentalmente mercaderes de la cera. Describe su paso por Recanati (posteriormente famosa por ser cuna de Giacomo Leopardi) , Castello, Pescia, Urbino, entre tantos otros.
Habla de la calidad de las cortinas, las ventanas y las camas de los hostales italianos que describe como más cómodas que las francesas, y hace una crítica, generalmente negativa, sobre los vinos que va probando en cada poblado. Sabe transmitir su aprecio por la limpieza del aire a donde va, y cómo le sienta bien —o no— el mismo. Habla de la gastronomía de los lugares, del desprecio de los romanos por aquello que no se cocina con aceite de olivo, de los quesos de Milán, de los vinos rebajados con agua en las Marcas.
Describe a detalle a los habitantes de cada lugar, sus hábitos higiénicos, sus gustos, sus juegos, la forma en que se alimentan, y su cultura. Lleva registro de sus gastos y los “julios” —moneda en curso en la época— que cuesta sea el hospedaje que los alimentos, que la renta de caballos y carruajes. Habla de la importancia de la compañía, sabe apreciarlas independientemente del origen de las personas, disfruta tanto de la compañía de “gentilhombres” como de personas comunes “ningún placer tiene para mi gusto sin comunicación” llegaría a escribir en sus Ensayos.
Es un deleite a quinientos años de distancia ver el aprecio por la curiosidad del viaje, y el detalle de la diversidad en lugares tan cercanos como apenas quince millas, tan distante del mundo que hoy tiende a la homogeneización, a franquiciar los lugares de éxito y replicarlos por el mundo.
Me recuerdo en camino de regreso del trabajo un día cualquiera, circulando por la avenida Américas de mi ciudad escuchando a Dehesa hablar de Miguel de la Montaña, como lo nombraba; el viaje que no termina.
«Se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren y sus costumbres, y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás».
Algo de bibliografía:
https://www.laestrella.com.pa/vida-y-cultura/cultura/viajar-michel-montaigne-BKLE473453
Para seguir escuchando a Germán Dehesa: https://www.youtube.com/@raulcontreras3684